Uno de los aliados con los que hemos contado durante la pandemia han sido los anticuerpos monoclonales, algunos generados para reconocer al virus en técnicas de diagnóstico y otros con uso terapéutico y preventivo (neutralizar el virus).
En la mayoría de los casos, para obtenerlos ha sido necesario recurrir a la tecnología de hibridomas con animales de experimentación, creada hace más de 45 años.
¿Y para qué sirve? Pues imaginemos que queremos un anticuerpo que reconozca y neutralice al virus SARS-CoV-2. El procedimiento de la tecnología de hibridomas consiste en vacunar a un animal (habitualmente ratón o rata) varias veces con elementos del virus (la proteína S) para, posteriormente, obtener sus linfocitos B (de bazo, ganglios, etc.).
Una vez extraídos, los linfocitos B se fusionan en el laboratorio con la línea de mieloma y todo el resto del procedimiento de producción de anticuerpos continúa en el laboratorio. Así es como, a partir de un único animal, se pueden conseguir varios hibridomas y anticuerpos monoclonales diferentes frente al virus.
Además, los anticuerpos monoclonales se emplean en Medicina como inmunización pasiva en prevención de enfermedades (por ejemplo, neutralizando virus), en técnicas de diagnóstico (cuantificar hormonas, estudiar leucemias y tumores, identificar patógenos, evaluar pronóstico según tipo tumoral, etc.) y en la purificación de compuestos (factores de la coagulación, interferón…). Pero donde realmente despuntan es en las terapias.
Concretamente, los anticuerpos monoclonales se emplean desde hace muchos años con éxito para tratar el cáncer, lo que se suele unificar bajo el término inmunoterapia. También resultan útiles frente a las enfermedades autoinmunes como la artritis reumatoide, el lupus eritematoso sistémico o la enfermedad de Crohn. Asimismo, se han usado anticuerpos monoclonales frente a alergias, degeneración macular, hipercolesterolemia, osteoporosis y un largo etcétera.